domingo, 5 de junio de 2016

Budnik, de Juan Carreño

Juan Carreño (Rancagua, 1986) es autor de dos libros de poesía: Compro fierro (Lagartija Ediciones, 2007; Balmaceda Arte Joven Ediciones, 2010) y Bomba bencina (Das Kapital, 2012). También participa activamente en la Escuela Popular de Cine, con quien levanta en poblaciones de todo Chile el Festival de Cine Social y Antisocial, denominado FECISO. En este momento, prepara su primera novela, Budnik, la cual se publicará en Cinosargo Ediciones. Dejamos con ustedes algunos fragmentos de ella. 

Fotos de Cristóbal Olivares

Material publicado en la revista Agua Maldita N° 3 (septiembre, 2015).


1.

Y todo esto me hace recordar cuando mi mamá me llevaba a robar al supermercado. Pasta de dientes, desodorantes, colonias, de todo eso. Lo malo es que de todo lo que vendía no me daba ni uno a mí. Así que dejé de ayudarla, para siempre. Me fui de la casa y me fui a vivir a un tubo de cemento Budnik que hay atrás o adelante de las plantaciones del Antumapu. Vivía solo y dibujaba lo que quería. Era totalmente libre. Y vivía de la basura. O sea, no es que me la comiera, sino que recolectaba lo que la gente iba a botar (sobre todo vecinos de las poblaciones cercanas o angustiados que iban a tirar desperdicios de construcciones, ropa, cachureos, cosas así) y vendía mi mercadería en la feria o, si no, a la chatarrería de la tía Queca, la madrina de todos los desabrigados y malditos, como yo. Por aquel tiempo ya no extrañaba a mi familia y prefería que estuvieran muertos. Pero en fin. Era feliz. Hasta que un día llegó gente a instalar una mediagua del Hogar de Cristo al lado, pero justo al lado, de mi tubo de cemento. Padre Hurtado y la conchetumare, pensé yo. Era un viejo culiao flaco y chico que se pasaba el día tomando cocacola con tapsín y su señora, una guatona con mirada de vaca que de una radio a pilas se las pasaba escuchando casets piratas de música evangélica a la sombra de unas mallas ferianas. Ambos comenzaron a quitarme toda la basura y, más encima, como yo era chico, no podía ni defenderme. La primera vez que les intenté quemar la casa, el viejo chico me agarró del pelo y la vieja a pegar escobazos. ¡Pero es que ustedes me quitan toda la basura!, les gritaba llorando yo, si hasta llegué a soñar que los muy maracos me quitaban el tubo de cemento. Pues eso. Ahora vivo en Buin en una carpa debajo de un sauce y tengo un perro que se llama Basurita y ambos nunca hemos conocido el amor. Vivo juntando latas de aluminio y rescatando, de vez en cuando, medidores de agua de una población nueva que están construyendo.


2.

Mi recorrido podría ser el siguiente: por el norte, mi tope es Observatorio. Allí podría comenzar o terminar todo. Quizás Santo Tomás, pero menos. Tú me dices que te lo describa para alguien que nunca ha estado acá. Pues bien, allí Santiago se acaba. Santiago ya no existe. Santiago es un invento de mucho más lejos. Una de sus venas gruesas es la carretera de Acceso Sur que corre por debajo de todas las poblaciones. Yo me acuerdo cuando se construyó. Nos habían echado del block donde vivíamos y mi mamá había recibido una plata de la gente de la carretera. Fue allí cuando se fue. O antes. Mi tío Esteban Camilo ya había aparecido, sí, luego de la expropiación nos fuimos con él y mi papá a la Junta de Vecinos. Pero pico. Mi recorrido comienza en Observatorio. Parece que a ese terreno le dicen La Platina. Aunque no estoy seguro. Es un terreno quemado donde los cabros chicos en septiembre van a elevar volantines y donde la gente va a dejar tablas, todo tipo de basura. Hay varios güáteres quebrados, ropa, perros muertos, pedazos de planchas de zinc y sillones. No sé por qué hay tantos sillones botados por todas partes. Hay caleta. Están en todos lados. Es como lo que más la gente va a botar, y no sólo por el lado de Observatorio, sino que por los dos lados de la carretera por donde me muevo. Es como si toda la gente se hubiera comprado sillones más grandes donde poder echarse, digo yo, para ver las teles que se compraron, que también son gigantes. Incluso hubo un tiempo, no hace mucho, que un tapicero de la Orquesta, para el lado de Santo Tomás, me encargó un día que le llevara la espuma de los sillones que encontrara botados, y lo hice. Pero unos volaos le empezaron a llevar los sillones completos. A veces cada uno, solo, se podía un sillón al hombro. Yo no podía competir. Todavía no tengo tanta fuerza. Y por la pura espuma el viejo ya dejó de pagar. A mí no me gusta juntarme con los volaos. Nunca he fumado nada. Ni cigarro. No me gusta tampoco juntarme con gente más grande que yo. Me producen desconfianza. Me dan asco. Son como ratones que te quieren morder cuando andai a pata pelá. Siempre los esquivo, les hago el quite. No estoy ni ahí con los culiaos. Son unos cochinos. Más encima los evangélicos y los universitarios se preocupan por darles comida y ropa, a veces les consiguen trabajo y hasta mediaguas. Como que primero ellos se hacen mierda fumando su cagá y después vienen los otros y les dicen ay, pobrecitos, como si no tuvieran culpa de nada. Yo prefiero por eso andar solo y escondido. Piola. Por las mías. Nunca les voy a aceptar un pan con chancho ni a los evangélicos ni a los universitarios ni a ningún sacogüea que se venga a picar a choro conmigo. Sí, de Observatorio al sur está todo quemado y lleno de basura. Y la carretera, al lado. Abajo. Como un tajo. Por eso Santiago allí se acaba. Porque hay queltehues y álamos. Porque por allí yo camino, como dando la espalda. 


36.

El tiempo en que pasó esto no estaba mi mamá, mi papá estaba con mi tío Esteban Camilo, y había plata. Pero ni mi tío ni mi papá estaban trabajando. Puede ser que mi papá haya recibido la plata por la casa que botó la gente de la carretera. Pero no sé. Todo es bien borroso. Pero sé que mi papá se puso loco. Con mi tío invitaban a mucha gente a la casa, las primeras veces compraban vino, ron e hicieron asados, pero después compraban puro copete, petacas baratas. Y era fiesta todos los días. Y llegaban muchos hombres, la mayoría eran hombres. Una pura vez llegó una mujer que era la polola de alguien y todo terminó en una pelea. Yo me acuerdo que esa vez, estando en mi pieza, veía las luces de los carabineros rebotar en las paredes. Yo no veía nada, pero igual me imaginaba lo que escuchaba. Que uno quería matar y reventar a balazos a otro, que el otro le decía y qué pasa, tal por cual, que en cualquier momento vuelvo y te tapizo la casa a tunazos, u otro que saltaba y decía calmao hermano, qué calmao acá, y los sonidos de las puertas cerrándose, desencajándose, los sonidos como de grito ahogado, como de alguien tragándose un combo o un palo en la cara o mi papá apareciendo donde yo dormía, diciéndome que él estaba durmiendo conmigo por si me preguntaban y que le dijera a los pacos que en cualquier momento llegaba a buscarme mi mamá y que ella siempre ha vivido con nosotros. Y yo lo miraba a él. Ahora que lo pienso fue la primera vez, ahí, que me imaginé a mi papá muerto.


40.

Una de las últimas imágenes es estar en el segundo piso con todos los compañeros tirando aviones de papel. Hicimos tira todos los cuadernos (yo me dejé el de dibujo, el que tiene las hojas completamente blancas), pero a todos, todos, nos importaba una mierda, fue como una fiebre que agarró al colegio entero, hombres y mujeres, el de hacer aviones de papel, los más bacanes y perfectos. Sí, algunos se deslizaban en el aire casi en línea recta, la idea era que algún avión saliera de la escuela, que atravesara la multicancha (que estaba inundada) y cruzara el muro con alambre de púas. Teníamos todo el patio tapizado con aviones. Y gritábamos como monos cada vez que uno se deslizaba y alcanzaba un vuelo como para salir del colegio. Fue pal pico, como una revolución. Unos compañeros le pegaron a una profesora. Una de las tías del aseo, que era la mamá de uno de nuestros compañeros, se agarró de las mechas con la inspectora que supuestamente le había pegado a uno de sus hijos. Uno no podía ni subir ni bajar por las escaleras, los más grandes te tiraban pollos verdes en la cabeza si lo hacías. Y no había profesores. A la profe de artes la habíamos hecho llorar durante la última clase. El profe de lenguaje, que era como un jipi así como marigüanero y como poeta que se llamaba Renato, no aguantó, salió de la sala y del colegio y no volvió más. El director había llamado a los pacos y llegó un furgón como con diez fuerzas especiales, y ahí como que todo explotó, por lo menos los de mi curso bajamos y con hartos cabros más (todos con la caras rojas, transpirando, gritando cualquier cosa, el asunto era dar jugo) abrazamos a los pacos y les pedíamos prestados los cascos, las lumas, las pistolas, algunos incluso preguntaban si tenían los caballos afuera, otros decían que cuando grandes querían ser carabineros, pero sobre todo Fuerzas Especiales, y gritábamos cosas como ¡queremos libertad!, ¡queremos libertad!, y subíamos a los segundos pisos con ellos, les mostrábamos los aviones de papel, si hasta una compañera, que era la única que tenía un celular con cámara, se sacó fotos con los pacos.   

2 comentarios:

  1. Muy bueno, excelente, quiero un ejemplar cuando ya esté lanzado.

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  2. Buenísimo,, me encantaría leerlo! felicidades juan

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